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VERSIONES DE CUENTOS INFANTILES III

  • Foto del escritor: HIGINIO HIGINIO
    HIGINIO HIGINIO
  • 6 sept 2019
  • 38 Min. de lectura

Actualizado: 10 nov 2019

CUENTO 8


¿LA ENCORUJÁ EN LA N-432 ?..



¿LA ENCORUJÁ EN LA N-432 ?...


(Basado en hechos reales sucedidos en los años setenta del siglo veinte, te lo juro…)


Mientras las sombras iban haciendo acto de presencia, la plática amigable, transcurría con la pacífica naturalidad que emana de un cálido anochecer de verano en la terraza de una Venta, extramuros de la ciudad de Badajoz, conocida por “El Coño” porque todo el mundo que iba en su busca, de noche, se pasaba de curva y no daba con ella. De ahí lo de ¡coño me he pasao! y de ahí, eso dicen algunos, su nombre... Otros, más retorcidos, hablan de otro plano de existencia, del experimento Filadelfia y de otra cosa…

Era una época, irrepetible, donde había pocos intereses en juego, las familias mafiosas, que buscan cómplices en plebiscitos de cachondeo, no habían tomado posesión de pensamientos e ideas y resultaban fáciles los veranos, los inviernos y los otros tiempos. Eso sí, tal como íbamos progresando, olvidábamos lo aprendido y, a base de tontitos ilustrados, a Europa cada vez le quedaría menos para que la volvieran a violar por enésima vez… Pero como la falta de categoría era, y es, lamentable no haría falta que el violador fuera Zeus… Cualquier mindundi, a cambio de salir por la tele, podría servir…


Por aquel entonces el reunirse con amigos, por el mero hecho de conversar e intercambiar ocurrencias, transcendentales unas, y nimias otras, venía a ser el mejor de los entretenimientos. No había lugar para el onanismo tecnológico ni para el diálogo indirecto que consiste en la relación humana a través de pantallitas y botoncitos. Tampoco había necesidad de vivir a salto de mata y con el ay en la boca; era todo real, barato, sencillo…


Pues bien… En torno a una mesa presidida por un gran cenicero dorado, golpeado y rayado, de la Cinzano, repleto de colillas y cáscaras de pipas Mafi, se reunían, como cada noche de las vacaciones veraniegas, una serie de amigos dispuestos a pasar el rato contando y escuchando historias y relatos de misterio, o de miedo, a ser posible. La luna grande de Julio, completa y luminosa, presidía la reunión y aportaba la imagen enigmática que la palabra requería. La Luna… Sí, sí… La Luna africana, paciente, en secular espera… Conocedora de nuestro destino y fin… Luna a la que no se debía aguantar la mirada cuando la cruzaba la negra silueta de un raro murciélago…


La Venta “El Coño”, autentico hortus hesperidum sin lagartija de hierro forjado como guardián de los inframundos, a la que se llegaba, después de dejar la carretera, por un tortuoso y oscuro camino de tierra entre encinas, era una antigua casa de postas que estaba situada en un claro en medio de una impenetrable dehesa. En su terraza cohabitaban, en un caótico gatuperio, sillas de la Cruzcampo, de la San Miguel y de la Coca Cola junto a mesas rojas las unas, blancas las otras, cubiertas, no todas, por parasoles ajados de la Camy que esperaban la llegada de fieles nocturnos en busca de la fresca. La joya de la corona era el anuncio de Cola 1001, la Cola de España, que colgaba de una percha de hierro pavonado bien alta.

De la ambientación nocturna se encargaban varios focos verdes que iluminaban las encinas, que rodeaban la Venta, para dar más ambiente campero al mismísimo campo. Escasas y tétricas eran las endebles bombillas que, colgando de cables apañados, alumbraban, dejando casi en penumbras, la terraza de aquella irregular, y seguro ilegal, Venta “El Coño”. También, convirtiendo en pálidas máscaras mortuorias los rostros de los clientes, había unos artefactos de luz violeta que, estratégicamente instalados, servían para achicharrar, en medio de ruidosas explosiones, dípteros, coleópteros y demás bichos, presuntos hijoputas, propensos al incordio. Tras el cercado de encinas iluminadas en verde, fuera del recinto hostelero, la noche, la oscuridad, la nada…


Los amigos fumaban y bebían con mesura, no porque lo dijeran los cínicos y patéticos anuncios comerciales de la tele, sino porque lo que poseían era necesariamente mesurable, la cosa no daba para más, y procuraban mantener la posición de la mesa de resina de la Cruzcampo a pesar de que el ventero, de uñas largas y negras, ponía mala cara por lo escaso de sus consumiciones. Cuando veía las montañas de cáscaras de pipas de girasol Mafi, que los amigos traían de fuera de la venta, se ponía de los nervios a sabiendas de que era tierra de parcos posibles y no había papás, que casi no cenaban nada, para poder costear los caprichosos viajecitos iniciáticos e internacionales y vidorra de sus desagradecidos vástagos. El ventero, hombre tosco y sucio, olía fuertemente a comino, y olía a comino, porque así debe ser el olor acre del sudor de la camisa blanca de los camareros que no se lavan en todo el verano. El camarero tampoco… Ninguna manicura china de hoy sería capaz de apañar unas uñas a la francesa con las uñas negras y grasientas del ventero.


José, que así se llamaba, era difícil de sonsacar… Era un extorsionador hábil y, si no le pedían sardinacas de Setúbal a la brasa, no piaba. Elhombre sabía cosas… Sí, sí… El ventero era el último en irse de la Venta y, de madrugada, veía entes extraños en Santa Compaña, por entre las encinas… El ventero, por si haberlas fuere el caso, callaba…


-¡Que sardinas tengo!… Pregonaba Don José, con mala intención, cuando pasaba delante de la mesa de los amigos…


-¡Como me voy a poner de sardinas!, repetía el ventero que, derrotado ante el poco interés de la parroquia, se veía condenado al empacho de sardinas portuguesas.


- Así tengo los gatos más gordos de la comarca ¡Joder!…


- ¡Pues haz arroz con gato, gilipollas!… Algún cachondo habitual…


- La clase y el glamur demandaban alfombra roja en “El Coño”…


Allí todo parecía irreal…


No había en toda la profesión cojones suficientes para otorgar una estrella Pichurrin a aquella industria de matar a disgustos a Chicotes majaderos y cursis… Nadie, tampoco, se había muerto, ni había cogido una indigestión, en aquella Venta de pestorejos, sardinas y pancetas servidas con uñas negras y roñosas… Las mollejitas daban terror…


Pero aquella noche, de sardinas brasa, pestorejo y cerdo al ajillo, había gente más rara de lo normal en la Venta. En una mesa cercana, a la del grupo de amigos, una pareja se esforzaba en mantener quietos a tres niños que no paraban de dar la lata, en otra, cuatro amigos, cocidos en cerveza, andaban resolviendo el hambre en el mundo, conscientes, o inconscientes, de la bronca que les esperaba en casa por el asunto de que me ha “menguao la semaná de repente”y lo de éstas no son horas. Por último, en la mesa que más cojeaba, dos aspirantes a novios, ocultaban las manos de ojos ajenos y se miraban a los propios.

Hasta aquí todo parecía perfecto, verdadero y homologado pero, en las mesas más distantes de la lánguida luz, se podían distinguir, con dificultad, las siluetas de un anciano y una anciana que, por sus extrañas vestimentas, eran impropios de aquel lugar. Las formas vintage parecían dirigir sus miradas hacía un claro de luna donde una gitanilla canastera, de piel de aceituna, descalza sobre la tierra seca, meneaba los mimbres al son de las rumbas de los Chichos y los Chunguitos. Cerca de las sombras de los ancianos, en una mesa discreta, se podían intuir las de dos personajes, tocados con sombrero de ala tipo Bogart, fumando Chesterfield sin filtro, en completo silencio…


Al fondo, en una esquina, fuera de la terraza, había un pequeño parque infantil donde, de cuando en vez, se podían escuchar auténticas cacofonías de algarabías de chiquillos jugando que, no se podían ver, y el chirriar de las cadenas de unos solitarios columpios. Pero eso no era posible, y no era posible, ya que ese lugar siempre estaba vacío y allí no se acercaban los niños, ni en broma, porque decían que olía a azufre y hacía frío… Los perros ladraban cuando los columpios, sin previo aviso, comenzaban con sus movimientos fantasmagóricos… Ladraban los canes a la nada, gruñendo y enseñando los dientes, desesperados… Aquellos columpios se balanceaban de motu proprio, no había nadie que los moviera y no soplaba ni pizca de viento…El ventero se encontraba nervioso, y más corrido que una mona británica, porque barruntaba…


Otra cosa, bastante chocante, sucedía en la entrada de la Venta. En una especie de explanada de tierra pisada, que servía de parking, iluminada por una bombilla, con plato esmaltado, enganchada en lo alto de un poste, había un Rolls Royce negro, modelo Phantom, de los años treinta, que destacaba, imponente, entre los Citroen Dos Caballos, los Seat 127, los Renault 4 L, Los Panda y los Renault 5 de los clientes de la terraza. Apoyado en el capó del Phantom aguardaba un chofer blanco, uniformado de negro, que ojeaba, de vez en cuando, la terraza de la Venta y hojeaba, también, de cuando en vez, el Marca mientras se mantenía en paciente espera.


Los ancianos parecían ingleses o alemanes… La indumentaria de él; traje de lino color arenas de Tobruk, corbata de pajarita, zapatos Oxford Spectator en color blanco y negro, bastón de bambú y sombrero Panamá de los caros, era más propia de la Riviera Francesa, o de Cornualles, que de una Venta en la dehesa extremeña. Ella, también perfecta, verdadera, homologada e impropia, vestía un Chanel veraniego en suave color crema, medias cristal humo, zapatos de charol, sombrero marrón estilo Vilma Banky y lucía, en la solapa del Chanel, un extraño camafeo neoclásico de marfil donde se apreciaba el relieve de la cabecita de un bebé. Cada vez que sonaba la explosión de una sabandija infeliz, cuando se achicharraba en el artefacto de luz violeta, ella abría una libretita, forrada en delicado petit point y apuntaba la incidencia mostrando una estúpida sonrisa de satisfacción.


Pues bien, ajenos a las anomalías, los amigos, al término de la última partida de tute cabrón, donde ganaba el que perdía, que así era la cosa, apartaron los roñosos naipes de Furnier, don Heraclio, y comenzaron con las historias tenebrosas que parecían verdad y que estaban por contar y resolver. Relatos, unas veces inventados, y otras, vaya usted a saber, que iban contando los presentes por riguroso orden. Nadie podía saltarse el turno sin contar su historia y esperar el veredicto final; abucheo o aplausos. Únicamente estaba consentido saltarse los turnos si era para contar un chiste pero, como era tierra de buen humor y mejor ingenio, el chiste debía de ser especialmente bueno porque un veredicto negativo solía comportar un castigo terrible e impasible. Por supuesto, estaban prohibidos, los relatos históricos, las creencias populares y las leyendas urbanas conocidas y escritas en tratados intemporales.

En un momento de la rueda de intervenciones, en la que hubo de todo, llegó el turno a Félix García Vadillo. Turno muy esperado por los demás porque era el mejor narrador y había mucha expectación ante lo que viniera a revelar.

Era, Félix García Vadillo, un fiel amigo de todos, que llevaba dos años sin asistir a las nocturnas y amenas charlas veraniegas, sin explicar el por qué, aunque nadie tampoco preguntara mucho. La confianza era total. Se conocían desde mucho tiempo atrás y no había indicios, ni sospechas, que indicaran cambios radicales en su comportamiento. Félix García Vadillo creaba expectación porque era un narrador intrigante que manejaba los tempos, con su voz grave, de tal manera que todos guardaban silencio durante sus célebres historias. La forma, tranquila y pausada, de sus intervenciones, iba envolviendo a los presentes hasta quedar atrapados en las redes de su caótico cerebro. Sin embargo, en aquella ocasión, se mostraba más inquieto y nervioso que de costumbre; no dejaba de mirar hacia la mesa de los ancianos extranjeros y su actitud, que no era la normal, parecía el prólogo de una trama que prometía emociones fuertes.


Félix García Vadillo arrimó su descuajeringada silla, de resina blanca, cruzó una pierna sobre la otra, evitando mostrar las torturadas suelas de sus mocasines de hacia dos o tres años, encendió su sempiterno Ducados y animó a todos a acercarse como queriendo cerrar un círculo secreto en torno a la mesa. Con raras señas, parecía querer evitar ser entendido por quien no debiera y mandaba guardar silencio, a los amigos, indicando que, lo que les iba a contar, no debía ser escuchado por gente ajena a la reunión ni salir de allí.


-Porque la historia, que os voy a contar, todavía no es historia… Me temo que continúa viva y que sigue ocurriendo cerca de aquí y entre nosotros. ¿Comprendéis?... Susurró mientras señalaba, discretamente, con su dedo índice, la mesa de los ancianos extranjeros.


Acto seguido empezó con su relato aunque, entre los amigos, comenzaran a surgir dudas. Dos años de ausencia era mucho tiempo y nadie sabía dónde y que había estado haciendo durante aquel tiempo. A lo mejor es que ya no lo conocían tanto…


-Veréis, continuó Félix García Vadillo, no es que lo sepa de cierto pero, los acontecimientos sucedidos, llegaron hasta mí por voz de un viejo Guardia Civil, de la comandancia de Mérida, que lo vivió en primera persona y me pareció gente cabal y seria. Ahora es un señor jubilado, temeroso y oculto del mundanal putiferio porque, a raíz del incidente, muchas noches sufre tremendas pesadillas y necesita tratamiento y reposo.


Todos, por desgracia, conocemos el perfecto estado de deterioro y abandono de las carreteras de Extremadura y el peligro que se corre cuando se te va el pié, se revienta una rueda o se te cruza un Pegaso mediano, cargado de arena del río que, o te saca, o te sales, del estrecho y escaso asfalto. Mojones del MOPU, casitas de peones camineros y señales de tráfico, que parecen las sobras de otras regiones, no sirven para otra cosa que para telón de fondo de los espectaculares baches, aspirantes a socavones, que salpican unas carreteras flanqueadas de árboles gordos, encalados en blanco, para que tengas claro dónde te vas a dar el ostión, que se juntan por arriba formando una bóveda con sus ramas y hojas de sus copas. Cuando pasas, de noche, por entre esos árboles, y los faros del coche iluminan la espectral bóveda, es que te jiñas… Pequeños altarcitos, con fotografías, exvotos y floreros, cuelgan, in memoriam, de los troncos de los árboles…


También sabéis de las enormes distancias, absolutamente desérticas y solitarias, que hay entre las zonas habitadas de la gran provincia de Badajoz. Es estremecedor recorrer kilómetros sin fin de noche, solos, con una radio, llena de interferencias, donde José María García te va hinchando los cojones, cada minuto que pasa, en una oscuridad tan terrorífica que, con los coches que tenemos ahora, las luces largas parecen las cortas y, si os quedan huevos, mirad por el retrovisor durante unos segunditos. ¿Todo negro?… Sí, sí… ¿Nada?… ¿Y si pisas el freno?..

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Otro problema es que, en los pueblos pequeños y dispersos, no hay ni médicos ni ambulancias y que, si ocurre algún accidente, los vecinos salen a la carretera en busca de auxilio. Muchas noches aparecen desesperados, por entre los árboles, de sopetón, cargando con alguno que pierde sangre a chorros, haciendo gestos de loco con brazos y manos y, si antes no te da un infarto de aquellos gordos, los pelos, si no se te caen de golpe, se erizarán como con mucha, pero mucha, electricidad estática… ¿Semanas?...

Sabéis, y si no lo sabéis os lo recuerdo, que tenéis la obligación moral de parar, prestar ayuda y llevar al herido, o a la parturienta, hasta un hospital aunque esté en el quinto coño, tengáis que dar la vuelta y saliros de vuestra ruta. Recuerdo que una vez, por no sé qué pueblo, me pararon un montón de gitanos que, después de una tremenda trifulca familiar, por motivo de algún himen sandunguero, se encontraban heridos, sangrando mucho y armados con navajas. Sería la una de la noche, yo llevaba un Reanault cuatro latas donde, contando con la abuela desdentada, la hijaputa, se montaron doce, me pidieron que los llevara al Hospital de Mérida y, mientras un servidor conducía y luchaba para no volcar en cualquier curva, pese a la buena suspensión del Renault, se liaron a voces de reyerta por Lorca y bulerías y siguieron apuñalándose sin cortarse un pelo. Lo mismo se abrazaban y se ponían a tocar las palmas que se volvían a apuñalar... La abuela, la peor…

No podéis imaginaros como me dejaron el cuatro latas de sangre, pulgas, olor a humo y escupitajos…En las Urgencias del Hospital de Mérida me odian y, en su puerta principal, hay una placa honorífica, recordando el evento calé, donde se puede leer, claramente, la orden de alejamiento perpetua contra mi persona. El seguro se mostró del todo inseguro, como siempre. Tanto, que, los agentes del OCASO, me preguntaron, si había conducido últimamente, el coche, por la ruta Ho Chi Minh, durante alguna batalla de la guerra de Vietnam. Yo, después de mandarlos a donde los mandaban a diario, tuve que tirar el coche, tal cual, donde la BRU. Asin que…


El problema es que no siempre, la petición de auxilio, es verdadera y que hay que andar con ojo, porque aparecen chorizos que, sobre todo de noche, se aprovechan de la buena fe de los inocentes samaritanos solitarios para desvalijarlos. Otras noches lo que sale al encuentro de las luces del coche es un extenso surtido de fauna; zorros, conejos, mochuelos, mochuelas, gallos violadores de gallinas, jabalíes, ciervos, algún toro bravo que salta la cerca para ir a violar vacas… Algunas veces, sin embargo, lo que aparece en la carretera, aparte de gilipollas, porque la cosa rebosa, no tiene explicación… Tampoco resulta saludable ir contándolo… En Mérida hay una institución mental… ¿Sabéis?...

Si sois de hacer, por obligación, mucha ruta nocturna, por éstas carreteras, ojito con lo que veáis y os encontréis. No hagáis preguntas, sobre las anomalías observadas, a los pueblerinos que os pidan auxilio, porque, aunque parezcan tontos no lo son y corroboraran lo que os parezca imposible y, lo que es peor, os contarán otras apariciones, de las que han sido testigos, que os quedarán petrificados. Muchos os aseguraran que regresaron de una abducción alienígena… Todos los pueblos y aldeas que, en la oscura noche, parecen lucecitas de candil, en un horizonte de Belén navideño, que se van apagando en las tinieblas de los campos, conforme avanzamos por las carreteras, tienen ritos de defensa para apartar al maligno de sus calles y casas. Pócimas, cantares, muñecos, bailes…

Sus demonios pueden tomar muchas formas y, según el lugar, responder a diferentes nombres tales como Súcubos y Airones, Duendes y Asustaniños, Enreaores, Maruñas, El Tío del Sebo, La Pantaruja, El Sacasangre, El Pituso, Zamparrón y, sobre todos, El Tío Colorín, el de la porra y el candil, y La Encorujá, ambos relacionados con las desgracias que pudieran suceder a los niños y con sus desapariciones. También cuentan en éstos pueblos y aldeas, aparte de los exorcistas eclesiásticos, con remedios de bruja, de chamán, de alquimista o de vidente, que se utilizan cuando el párroco duerme y no se entera, la Santa Madre Iglesia, de la misa la mitad. Nadie los conoce pero, todo el mundo, lo sabe…


-Pues a mí, Lolita Puta y Santa, la bruja de Almendral, me curó los filiburcios anales… ¿Qué te parece?...


-Los filiburcios del culo se curan con nabo gordo o a trompicones, con el tiempo, mujer…


-Pues la bruja me costó dos pollos segedanos, tres velones a Santa Brígida y una docenita de casamientos…


-Eres gilipollas…


Bueno… La cosa es que una oscura, y fría noche de invierno, regresando de Sevilla en su SIMCA 1200, a un representante de comercio, llamado Liborio Sánchez Ortega, le cambió la vida y se le apagó el cirio. Liborio Sánchez Ortega, para servir a Dios y a Usted, como rezaba en su tarjeta de visita, representaba a la Barreiros, división de maquinaria agrícola, por las extensas provincias de Sevilla, Córdoba y Badajoz. Aquel día había cerrado, positivamente, un trato con un terrateniente de Sevilla que le había comprado dos tractores Anomag Barreiros 440 y un Barreiros 4000 A 23. Liborio Sánchez Ortega era un hacha de las ventas, y lo sabía, porque era el único que había logrado vender un tractor a los hermanos Izquierdo de Puerto Hurraco, en su día, que había que tener cojones… Las cosas no podían haber salido mejor.


El pollo, que era un cliente sevillano, duro de pelar, al que hacía meses que Liborio Sánchez Ortega se estaba trabajando a base de kilómetros y kilómetros diarios, para el pecho y finos, jamón y más finos, por fin, había caído. Merecía la pena, tras un duro día de negociaciones, el volver a Badajoz, parar a cenar en un Restaurante de carretera y llegar a casa de madrugada para comunicar a su mujer que se habían ganado muchos duros, con la venta de los tractores y se podrían poner al día los atrasos, e incidencias bancarias, de una casa en donde se debía todo. Doscientos treinta kilómetros, de mala carretera, le quedaban por hacer aquella noche.


Por aquél entonces los bancos que, aunque disimularan mejor que ahora, eran unos chorizos de calidad, no parecían tan asépticos. Había tocamientos y amistad con los clientes y, sin consultar con la central o con un puto ordenador, el director de una sucursal hacía lo que le salía de los huevos, aguantaba deudas y daba créditos, sin trampas vietnamitas en los papeles, sólo con la palabra… Los bancos entonces, a pesar de aquel sistema familiar, ganaban muchas pesetas, moneda de verdad… Ahora, aparte de que los clientes importen una mierda, se hace obligatorio el rescatarlos, de sus pésimas gestiones, con el dinero de esos clientes despreciados y de los que no lo son…


Pensó que, después de dejar Sevilla capital, pondría su SIMCA 1200 en dirección a Badajoz, cogiendo por la antigua carretera de Pineda, la A 66, para acercarse al Ronquillo, en plena sierra Norte de Sevilla donde, si no llegaba demasiado tarde, se zamparía un bocadillo del insuperable jamón de pata negra que servían en casa Mati. Era fácil que, aún siendo noche cerrada, estuviera abierto porque Mati no dejaba tirado a los pocos camioneros que tenían los cojones suficientes para el tránsito nocturno por aquellos remedos de carreteras. Dormía poco y, por la mañana temprano, aunque hiciera mucho frío en la sierra, Mati no fallaba nunca y se ponía a freír churritos calentitos y a preparar café para los cazadores madrugadores. La idea era que, una vez repuestas las fuerzas, Liborio Sánchez Ortega, seguiría por la A 66, hasta llegar al cruce con la N 432, para continuar por esta, pasar Zafra y continuar hasta Badajoz. Un buen lote de kilómetros le esperaba aquella fría noche.


Así que, efectivamente, después de subir por las muchas curvas y kilómetros deshabitados, de la oscura sierra, llegó, por fin, a Casa Mati. Aquella noche solamente había una mesa ocupada con gente cenando y, en la barra, junto a tres trabajadores de las carboneras, que no se sacaron sus pellizas y sus boinas, un teniente y un número de la Guardia Civil que, sin perder ojo al local, tomaban lo que sea… A ver, yo solo trabajo aquí, señora…


-Buenas noches, nos dé Dios… Saludó cortés, mientras se calentaba las manos con palmadas, Liborio Sánchez Ortega, porque era la costumbre.


- A las buenas noches nos dé Dios. Contestaron los allí presentes.


Liborio Sánchez Ortega pidió un bocadillo de jamón de bellota, con lonchas de un dedo de grosor y pan de miga, unas aceitunas machás, un poco de vino, cogió el Marca de la barra y se dispuso a cenar, tranquilamente, mientras calculaba réditos y se hacía los cuentos de la lechera. Los dos miembros de la Benemérita, antes de marchar, pararon delante de la mesa de Liborio Sánchez Ortega y le pidieron la documentación.


-Buenas noches, caballero… Documentación, por favor. Demandó el Teniente, que se había adelantado, mientras el otro, que le cubría a cierta distancia, con el Naranjero en posición de te voy a poner bonito, escudriñaba un ambiente propenso a lo hostil.


-Gracias… Contestó el guardia al ver que todo estaba en regla. Disculpe pero es que la noche anda movidita por estas carreteras… Siempre nos toca el lío las noches más frías… Vaya con cuidado y, si ve algo extraño, no dude en avisarnos.


-¡Con Dios!…


-¡Con Dios!...


Luego se despidieron de todo el mundo, se ajustaron sus gruesos capotes y se fueron en un Land Rover, bastante destartalado, no sin antes haber echado una ojeada minuciosa al SIMCA 1200 de Liborio Sánchez Ortega. Los Naranjeros que portaban iban cargados de munición seria… Aquellos guardias duros, que habían estado por la sierras de Huelva, de Sevilla y las de los Pedroches, cuando lo del maquis, eran hombres curtidos y bragados que a nada temían y que de nada se asustaban. Pero, sin embargo, aquella noche hicieron gala de un nerviosismo inhabitual, como si tuvieran miedo… Y, si no tenían miedo a lo visible y corporal, ¿a que lo tenían?... Eran los que mejor conocían aquellas mierdas de carreteras, y aquellas tenebrosas sierras, y habían visto cosas…


En ese punto del relato, en la Venta El Coño, hubo movimiento. Félix García Vadillo interrumpió, momentáneamente, la historia y se fijó en como uno de los dos tipos, que llevaban sombreros tipo Bogart, abandonaba su mesa y, sin salir de la sombras, fue en busca del parking de la Venta. Cuando estaba a punto de desaparecer, José, el ventero, entregó a Félix García Vadillo un papelito que, el del sombrero, tipo Bogart, que se marchaba, le encomendó que le entregara solamente a él.

El papelito, decía en perfecto alemán… Verlasse dieses Thema jetzt. Manchen sie mit dieserLugüe nicht weiter, sonst haben Sie ein schlechtes Ende. Gib mir den Rosengesichsbonus…


Dejar este tema ya. No sigas con esta falsedad o tendrás mal fin.


Dame el aguinaldo carita de rosa”.


Félix García Vadillo sabía que, lo del aguinaldo, era una de las contraseñas que usaban, los oficiales nazis de las SS, destacados en España, antes de proceder a fusilar a alguien que no querían que se enterara de que lo ejecutaban por capricho. A pesar de eso, viendo que sus amigos empezaban a hacer preguntas sobre el misterioso papelito, decidió, aun estando bastante más nervioso que antes, jugársela y continuar con el relato. Encendió un Ducados, miró desafiante a los dos ancianos que, sin inmutarse, le correspondieron con una cínica sonrisa y, a pesar de las amenazas, continuó…


Perdonad el lapsus… Veréis; Liborio Sánchez Ortega pagó la cuenta, que era francamente barata, saludó a Mati, al que conocía de hacía bastante tiempo, y se despidió del resto de parroquianos. Mati, por primera vez en su vida, se le acercó, le dio un abrazo, le obsequió, sin venir a cuento, con una ristra de ajos y le aconsejó que la colgara del retrovisor del coche. No echó cuentas de los ajos porque estaba contento y satisfecho. Había cenado como un príncipe de los montes y, una vez en el coche, se puso en marcha por la A 66 rumbo al cruce de Zafra.


Quitando algunos insectos que, atraídos por los faros del SIMCA, se estampaban en el parabrisas, todo iba bien. Repasaba el salpicadero iluminado, de cuando en vez, y se alegraba de que todos los indicadores no indicaran nada anormal. Tampoco sabía para qué coño servían… Intentando no quedarse dormido encendió la radio y, como siempre, lo único que era medianamente oíble era el programa de deportes de José María García, que le sacaba de sus casillas con su voz de pito desafinado, y se dedicaba a ponerle verde para mantenerse despierto.


Aunque fuera abriendo la noche, a una buena velocidad, los kilómetros se le hacían eternos y, por más que quisiera, no podía acelerar mucho, por entre aquella espesa oscuridad, porque se estamparía, seguro, contra algún árbol. Las luces del coche no daban para iluminar mucha distancia, tenía que estar atento a cualquier circunstancia posible y los ojos empezaban a molestarle enrojeciéndose y empañándose en lágrimas.

Como la pobre calefacción del SIMCA, necesaria para aquella gélida noche, más que darle calor lo que hacía era marearle, mantenía bajado, un poco, el cristal de la ventanilla de su lado. En más de sesenta kilómetros, ni se había cruzado con ningún auto, ni había visto ningún pueblo con luz… Nadie de frente y nadie por sus espaldas… Aunque no quería, miró por el retrovisor y… ¡Joder!... Cuando tocaba el freno, en las interminables curvas de bajada de la Sierra Norte, las luces rojas de frenada iluminaban las cunetas de la carretera donde se podían observar los ojos brillantes de vaya usted a saber qué o quién… Acojonante…


Bueno, olvidadas las curvas de la carretera de la sierra, y transcurrido el tiempo, llegó a la intersección con la carretera N 432, tomó ésta y puso rumbo a Zafra. Total, unos ochenta kilómetros, más o menos, hasta Badajoz, que haría, sin problemas, en hora y media, aunque fuera en plena noche. Después de lo ya recorrido aquella distancia, hasta su querida cama, le parecía chupada. Pero nada más lejos de la realidad.


Sí, sí… A la altura de Los Santos de Maimona, más o menos, al gestionar una curva un poco cabrona, se topó de sopetón con tres monjas Clarisas que estaban plantadas, en medio de la carretera, levitando entre tinieblas, como si estuvieran haciendo auto stop. Liborio Sánchez Ortega frenó de golpe y, antes de hacer nada, se restregó los ojos y respiró profundo en un intento de calmar la taquicardia. Sin poder creer lo que estaban viendo sus ojos, y habían visto mucho, se quedó unos segundos observando aquél trío de religiosas, aparecidas de la nada, de figuras irregulares, poco conjuntadas en altura y anchura, que portaban un maletón enorme y que, extrañamente, no hacían ningún movimiento y no emitían sonido alguno. Parecían como muertas… Iluminadas, por los faros del SIMCA, todo indicaba, y estaba convencido, de que eran monjas Clarisas porque, en aquellos tiempos, todo el mundo estaba al tanto de las cosas religiosas y era lo que delataban, para él, aquellos inconfundibles hábitos negros. ¿Podían ser del convento de Santa Clara de la cercana ciudad de Zafra?… Pero… ¿qué hacían allí a tan altas horas de la noche?...

Una vez recuperado del susto, Liborio Sánchez Ortega, reaccionó, aparcó, se dirigió a las monjas con la mayor de las cortesías, cargó con el maletón y las invitó a refugiarse en el coche porque hacía un frío que pelaba y comenzaba a caer aguanieve. Mientras abría la quinta puerta, en la parte trasera del SIMCA 1200, y cargaba el pesado maletón en el maletero, pudo observar que las tres hermanas se habían acomodado, en el asiento trasero, sin perder tiempo ni mediar palabra. No le pareció ni mal, ni raro porque, al ser monjitas, a lo mejor preferirían ir rezando juntas y no sentarse ninguna, en el asiento del copiloto, para no molestar. Ocupó su asiento de conductor, puso el coche en marcha y se dirigió amable, sin quitar ojo a la carretera, a las silenciosas monjitas.


-¡Vaya nochecita hermanas!...


La callada por respuesta.


-¿A dónde se dirigen ustedes?


Silencio absoluto.


-Bueno, si eso, yo las dejaré en el convento de Santa Clara, que me coge de paso, ¿les parece bien?


-¿Cómo les va en el convento con los dulces?... Insistía Liborio Sánchez Ortega, atizando la conversación, sin obtener respuesta alguna.


Al final, aburrido, decidió callarse. Pero comenzaba a estar intrigado, con aquel ridículo mutismo, porque sabía muy bien que las Monjas Clarisas no mantenían voto de silencio y, por eso, empezó a mirar, a hurtadillas, por el retrovisor, para ver si conseguía descubrir sus rostros. No fue posible porque, la noche era cerrada, la carretera no estaba iluminada y las monjas hacían lo posible, y lo imposible, por bajar la cabeza, como si estuvieran rezando, como si no quisieran que las vieran.


Pero lo que son las cosas de Dios… De repente, un camión Pegaso Comet, el único vehículo que se había encontrado en toda la noche, les venía de frente mostrando toda su luminaria. Pensó que era su ocasión y, cuando estuvo a su altura y tuvo que bajar la velocidad, y apartarse lentamente, para no chocar con él, por lo estrecho de la carretera, el camión iluminó el interior del coche, momento en que aprovechó para echar una mirada rápida por el retrovisor y salir de dudas. Se quedó muerto en la jofaina grande porque pudo observar, perfectamente, las caras oscuras, con barba de más de tres días, de aquellas tres supuestas monjitas Clarisas. También pudo comprobar que, bajo la capa negra del hábito de una de ellas, sobresalía la empuñadura de un arma de fuego. Estaba paralizado, no podía hacer nada… No había visto nada… No era conveniente mostrar signos de miedo y, aunque estaba sudando la gota gorda, a pesar del frío, decidió seguir conduciendo en silencio. Que te ostien tres monjitas vale, pero tres tíos… Tocaba lo del tontito y disimular…


Conforme avanzaban. a Liborio Sánchez Ortega. le iban carcomiendo las dudas y las preguntas. Y si llegaban al convento de Santa Clara y no eran mojas ¿qué pasaría?... ¿Y si, en un momento dado, le pegaban un tiro, le robaban el coche y huían?... Tenía, aun no siendo un valiente, que hacer algo con urgencia. Para eso tendría que trazar un plan.


¡Para cojones, los míos!... Así que dicho y hecho… En un punto de la carretera, que le pareció favorable a sus intenciones, Liborio Sánchez Ortega comenzó a pisar el freno con intermitencia, a embragar malamente y a cambiar de marchas. Nada, de nada, el coche parecía que andaba a trompicones, no funcionaba y llegó un momento en que se paró. La maniobra le iba saliendo perfecta, así que se dirigió a las monjitas.


-¡Me voy a cagar en todos los Santos, con perdón, hermanas!…. ¡Esto va a ser cosa del palier, del delco y de la madre que lo parió!... Gritó haciéndose el desesperado.


-¡Siempre me hace lo mismo esta puta mierda de latón con ruedas, perdón otra vez, hermanas!…Seguía actuando, en dramático puro, para dar más verosimilitud a la falsa avería.


-Lo siento, disculpen, me sabe mal, pero tendrán que bajar, ponerse detrás del coche y empezar a empujar cuando yo cuente hasta tres. Entonces verán como meto la segunda y este mamón, con perdón, arranca, dijo con la boca pequeña y el culo apretado…


Increíblemente, las tres presuntas monjas, se bajaron del SIMCA 1200, se pusieron detrás, con la intención de empujar y, en el momento de contar hasta tres, como habían quedado, Liborio Sánchez Ortega, arrancó de golpe, aceleró a tope y salió pitando dejando atrás a las tres monjas que, arremangándose los hábitos, enseñaron sus botas militares, y corrieron tras el coche sin poder darle alcance. Continuó, conduciendo como un loco, temblando, sin mirar atrás y se dirigió a la casa cuartel de la Guardia Civil de Zafra.


Aquella noche estaban de guardia el sargento Idelfonso Muñiz, el cabo Sabino Puertas y, al mando, el teniente Pedro Gil que era el más veterano. Permanecían tranquilos, delante de una salamandra, comprada a escote, que calentaba la comisaría pero, cuando vieron llegar corriendo y chillando a Liborio Sánchez Ortega, salieron prestos a ver qué le pasaba. Le hicieron pasar a un despacho donde le ofrecieron asiento, le trajeron un botijo con agua fresquita, para que se le pasara el soponcio y, después de unos minutos.


-Bien, dígame, buen hombre, ¿qué es lo que le sucede? Solícito, el áspero sargento Muñiz.


-¡Las monjas, las monjas!... ¡Las tres monjas que no son monjas!... ¡Yo las he visto!... ¡Eran tíos, coño!... ¡Sí, sí…, en la carretera!... ¡Una pistola!... ¡Aaayyyy, madre mía!... ¡Las llevé en mi coche que está ahí fuera mal aparcado!... ¡Hay un maletón en el redundante!... Liborio Sánchez Ortega desencajado.


-¡Cálmese, coño!... ¡Es una orden!... El cabo Puertas a punto de meterle.


A una orden del teniente Gil, que no perdía la calma por nada, dos números cogieron las llaves del SIMCA 1200 y fueron a revisarlo. Efectivamente, al abrir la puerta trasera, encontraron el maletón, lo llevaron a una habitación, contigua al despacho donde estaba Liborio Sánchez Ortega, a fin y efecto de que éste no viera lo que iban a hacer, esperaron a que llegara el teniente Gil y, ante su presencia, procedieron a abrir su cerradura, adornada con un águila, sosteniendo, en sus garras, una corona de laurel que, en su centro, mostraba una cruz gamada. De repente, un grito de horror, impropio en un cuartel de la Guardia Civil de antes, se oyó por toda la Casa Cuartel. Al cabo de unos minutos, apareció el Teniente Gil, desencajado, vomitando a chorro y, tras él, los dos números que también. El sargento Muñiz, que había permanecido en el despacho con Liborio Sánchez Ortega, y no había visto el contenido del maletón, se preguntaba qué era lo que habían podido ver aquellos curtidos guardias y empezó a somatizar las arcadas y las vomitonas.



Al momento, el teniente Gil, desenfundó su pistolón, apuntó y exclamó.


-Señor Liborio Sánchez Ortega, queda detenido por hijoputa, sádico, cabrón, asesino y descuartizador de menores muy menores. Y vaya preparándose porque, si no nos dice que es lo que ha hecho con esas criaturas, se va a enterar de lo que es ahorrar papeles en juicios, y gilipolleces, porque le voy a juzgar yo y le va a matar éste, señalando al sargento Muñiz.


-¿Cómo?... Liborio Sánchez Ortega.


-¿Y yo por qué?... El sargento Muñiz.


-¿Cómo, que como?... Mire, mire, que no estoy para bromitas y, si se cree que los tres botes con sangre, las tres cabezas de niño chico y las bolsas llenas de brazos pequeños, manos pequeñitas, piernecitas, torsos, hígados y pulmones, son una broma en hielo seco… El teniente se echó la mano a la frente, se dispuso a vomitar, esta vez donde le salió de los cojones, se fue en busca de un mosquetón Mauser Coruña de 1937, se acercó al detenido y ordenó a los números.

- ¡A la voz de ya, bajarle los pantalones a ese hijoputa, asesino de niños, que le voy a meter el Mauser por el culo y le voy a disparar las cinco balas del peine seguidas!


-Pero, ¿qué niños ni qué niños muertos? ¡Estáis jodíos!… ¡El buenos soy yo y las malas son las monjas que no son, gañanes de mierda! Liborio Sánchez Ortega.


Andaban los guardia atareados, repartiéndose los turnos para la tanda de penaltis, y cuando ya iba, el primer número, a efectuar la paradiña, con botas del cuarenta y seis, para darle un patadón, con efecto, en la boca, a Liborio Sánchez Ortega, se oyó la bocina de un Land Rover de la Guardia Civil que llegaba en ese momento. No, no eran más voluntarios, para tirar penaltis, a pesar de los deseos del teniente Gil. Eran el teniente Rafael Ríos, y el cabo Santiago Martín, que venían de la Sierra Norte de Sevilla y habían reconocido el SIMCA 1200 aparcado en la puerta del cuartel.


-Pero, ¿qué hacéis, gilipollas?... A ver, un momento; esas cosas solo se las pueden decir de guardia civil a guardia civil porque de civil, pero no guardia, a guardia que sí, la cosa cambia bastante. Yo conozco a ese señor y os puedo asegurar que es inocente, dijo el teniente Ríos.


- Es que tú no sabes lo que ha hecho este hijoputa, le contestó, el teniente Gil mientras le acompañaba a la habitación contigua para que viera lo que contenía el maletón. Y, para más cojones, dice, no sé qué de unas monjas…


- No ha sido él. Te puedo asegurar que, en el Ronquillo, este caballero estaba solo, y que en su vehículo no había nada. Sin embargo, como teníamos mucho lío y alguna duda, le seguimos, con discreción, desde la salida de Casa Mati y puedes creer que lo que cuenta de las tres monjas es cierto, te lo juro… Desde la distancia observamos el incidente de las monjas, esperamos un poco, para ver como acababa la cosa, con las luces apagadas y, cuando volvió a reanudar la marcha, continuamos siguiéndole hasta que, paró, logró despistarlas y salió pitando. Nosotros creímos que era mejor perseguir a las monjas por lo que desmontamos del Land Rover, para proceder a su detención pero, de repente, desaparecieron entre las tinieblas como por ensalmo. Ahora deben de estar en Portugal…

Luego nos dirigimos hasta aquí porque pensamos, que este caballero, como tenía pinta de buen hombre, vendría a este cuartel a denunciar el hecho. Como estábamos preocupados, decidimos presentarnos para que nos pudiera contar lo sucedido y, de paso, velar por su seguridad, porque este hombre se encuentra en peligro debido a lo que ha visto. Nos habían informado, de la central, de la desaparición de tres monjas del convento de Santa Clara de Zafra, cuyas descripciones concordaban con tres cuerpos de mujeres brutalmente asesinadas, y descuartizadas, en la calle San Sisenando de Badajoz y, por lo tanto, había unos asesinos que le habían visto la cara a este pobre hombre. Vende tractores de la Barreiros, no cualquier cacharro extranjero… Este hombre es un patriota…


Entonces el teniente Ríos, que era más mayor que el teniente Gil, salió al pasillo, para hablar por el teléfono de pared, porque todo aquello le sonaba y mucho. Se puso en contacto con la Comandancia de Badajoz y pidió hablar con el coronel Arturo Rodríguez que, como era un alto cargo muy veterano, a lo mejor, le podía contar más cosas sobre aquel suceso. Al cabo de un rato volvió al despacho, donde se encontraban, todos y dijo.


-Da vergüenza ver los uniformes que me lleváis puestos… Los delincuentes y los asesinos se descojonan de vosotros… Estoy viendo, delante de mis narices, diez uniformes y no hay dos iguales de color. ¿Dónde está Pancho Villa?... ¿Y Cantinflas?.. ¡Joder!...


- A ver… Es que no hay para más, mi teniente… Pa comé vamos al río a por barbos gordos… ¿Sabe usted?... Contestó un cabo.


Y es que la cosa estaba muy malita, la guardia civil, la más pobre, pero la más leal, sufría la roña administrativa y, no quedaban más cojones que ir a pescar al río para cenar y, si sobraba, ganarse la vida vendiendo peces por las Cantinas. Los uniformes, a base de lavados, zurcidos y remiendos, daban pena.

Los guardias, además de ir luciendo aquellos uniformes de colores, desde el caqui marrón oscuro, cercano a un verde perdiz con plumas, al verde quirófano, al verde camuflaje perverso y al verde oliva de los fabricantes chinos, más baratos, debido a la falta de repuestos y a la necesidad de lavarlos, tenían miedo de disparar, porque no sabían por donde iban a salir las balas, de sus armas antediluvianas.


-Es que nos dijeron del Ministerio que no había dinero, que solo había presupuesto para gambas y putas, o putas y gambas o putas con gambas… ¡Yo que sé!...

- Tu acabas en la legión… ¿Por qué no te callas?...


-¿La legión?...


- Sí, sí… A gatas, junto a la cabra…


- A ver que esto es serio, señores… Me ha dicho el coronel Rodríguez que, aunque parezca mentira, eso es cosa de la Encorujá y sus secuaces y que le parece raro verlos por esta zona de Badajoz, cuando normalmente están por Las Hurdes, pero que es posible que anden por aquí haciendo tráfico de órganos y sangre de niños con Portugal y, de allí, bacalao dourado y a Brasil. Por lo que se ve, la Encorujá, tiene montada una red internacional muy peligrosa y secreta que nadie sabe donde comienza y donde acaba. Sería muy gordo que se hayan establecido aquí porque el negocio de las drogas no les haya dejado sitio ni en el norte ni en el sur… Pero esta explicación no me parece más que una manera de decir nada.


-Para los guardias más jóvenes, continuó el teniente Ríos, diré que a la Encorujá nunca la hemos visto y, por tanto, nunca la hemos podido coger… Dicen, los que si la han visto, que es una mujer maléfica y una auténtica bruja que habita en Las Hurdes. Es muy rápida y esquiva y adopta diferentes formas porque no le gusta que la vean. Por las noches se introduce, por las rendijas de las casas de los pueblos, haciéndose pasar por luz de candil y se lleva a los bebés que nunca aparecen…


- A ver, mi modesta opinión es que esto no es cosa de mafias y que si, un suponer, es cosa de la Encorujá, nos enfrentamos al mismísimo demonio con éstas pintas y con ésta mierda de armamento. Dejemos que el detenido descanse un poco y luego le dejaremos ir. Buenas noches… Apostilló el teniente Ríos.


Los guardias le prepararon café, le dieron agua y le acompañaron hasta su coche. Al poco se encontraría, otra vez, en la carretera conduciendo con mucho cuidado para intentar llegar lo más rápido posible a Badajoz.

El teniente Ríos, que era perro viejo, le fue siguiendo a una distancia prudencial. No había transcurrido mucho tiempo cuando el teniente pudo observar, desde lejos, como el SIMCA 1200 de Liborio Sánchez Ortega comenzaba a hacer eses por la carretera y acababa dándose un talegazo importante contra uno de los árboles de la cuneta. Con la mayor diligencia se acercó hasta el coche accidentado, que empezaba a echar humo, y llegó justo a tiempo para escuchar las últimas palabras de Liborio Sánchez Ortega, que, con la boca y los ojos muy abiertos, mantenía un rictus de terror espantoso.


-¡Han vuelto, las monjas!… ¡Las monjas no son monjas!... ¡Están ahí!... ¿No las ve?... Liborio Sánchez Ortega se moría en brazos del teniente.


Cuando el teniente Rios regresaba a su Land Rover, para coger la radio y dar parte del accidente, por el sentido contrario de la carretera pasó un Rolls Royce negro, cuyo conductor le saludó con la mano, comenzó a reír de forma sádica y continuó sin parar. Antes de llegar al Land Rover, de repente, a dos metros del vehículo, iluminadas por sus faros, aparecieron tres especies de fantasmas, de horribles mujeres, que levitaban amenazadoras, en medio de la carretera y que se le iban acercando sin remedio. Al teniente Rafael Ríos le dio tal jamacuco, debido a la impresión, por la espectral visión, que cayó redondo, desmayado, sobre el asfalto.


Mientras esto ocurría, en la casa cuartel de la Guardia Civil de Zafra, el teniente Gil atendía una llamada de la comandancia de Badajoz.


-Sus ordenes mi coronel… El teniente Gil.


-Escúcheme con atención teniente… De lo sucedido ésta noche nada de nada… ¿Comprende?... Olviden lo sucedido… No ha sucedido nada… No quiero que comente el hecho con nadie… Esta misma noche mandaré un vehículo a recoger ese maletón que usted no ha visto… ¿Me ha entendido?... ¡Es una orden!... Buenas noches. Expeditivo y contundente el comandante Arturo Rodríguez.


-Sus órdenes mi comandante… Dijo el teniente Gil sin llegar a entender nada pero dispuesto a acatar la orden.


Luego llegó al cuartel una pareja de motoristas, de la Guardia Civil de tráfico, que comunicó al teniente Gil lo del accidente donde el señor Liborio Sánchez Ortega había perdido la vida. Pero quedó más tranquilo cuando le dijeron que se habían llevado, al teniente Ríos, en una ambulancia a Mérida y que, aunque fuera diciendo cosas raras sobre unos espectros, y pataleara como un poseso, se encontraba bien.


Félix García Vadillo hizo una interrupción en el relato para ver las caras de asombro de sus amigos y continuar sin dejarles hacer preguntas.

-Un mediodía, en la calle San Francisco de Mérida, en Casa Benito, estaba tomando una cervecita cuando se me acercó un señor mayor, con aspecto de haber sufrido mucho en la vida y me susurró, al oído, que me quería contar una historia increíble. Así que nos sentamos en una mesa, lejos de la barra y, allí, fue donde me relató lo que os acabo de narrar insistiendo en que tuviera cuidado, y discreción porque, la Encorujá, le estaba vigilando. Que lo que había vivido no era cosa humana y que, si se intentaba tapar desde el Ministerio, era porque los de arriba estaban cagaos.


Yo no daba crédito a lo que estaba escuchando pero, al rato, me enseñó sus papeles de Guardia Civil jubilado, a nombre del Teniente Rafael Ríos, que me convencieron. El teniente me dijo que allí no le hacía caso nadie pero que, como le quedaba poco por vivir, sentía la obligación de contárselo a alguien para que la cosa, si fuera posible, se esclareciera algún día. Luego se marchó sin tomar nada y yo, que iba a Badajoz a pasar el verano, pensé que tenía que contaros esta historia aunque el teniente Ríos me advirtiera que correría peligro según donde, y a quién, la diera a conocer.


Pues así fue como llegó esta historia a mis oídos y ahora entenderéis por qué no quiero que salga de aquí, dijo, finalizando su disertación, Félix García Vadillo.


En la tertulia del Coño hubo de todo. Unos celebraron lo escuchado y otros, más escépticos, opinaron que se había ido inventando la historia sobre la marcha. Que la Encorujá no existía y que todo era un cuento pero, una cosa era evidente; los personajes que estaban en el Coño, aquella noche, no eran muy normales. Y seguirían siéndolo porque la cosa se puso peor cuando apareció una pareja de la Guardia Civil, que se acercó a la barra y, después de saludar a todos, se quedaron, apoyados en ella, tal que parecía que, en vez de vigilar, estuvieran haciendo de escolta de los ancianos extranjeros. ¿Quiénes eran realmente aquellos ancianos?... La Encorujá dicen que se disfraza…


Los amigos dieron por finalizada la tertulia y fueron saliendo en busca de sus respectivos coches. Una vez estuvieron acomodados se marcharon, en fila india, en dirección a Badajoz. Era una noche cerrada y todos, callados, iban atentos, mirando a lo que iluminaban sus faros, por si las moscas, o por si…


Félix García Vadillo, se marchó solo en sus Ford Fiesta y, a cinco kilómetros de la Venta El Coño, pudo observar como dos grandes faros redondos, de un cochazo antiguo, le iban siguiendo. Félix García Vadillos se encontró con algo… Félix García Vadillo nunca llegó a Badajoz…


A la semana, o así, Juan Pedro, que había asistido a la tertulia de aquella noche, se acercó al Coño para ver si José, el sucio ventero, sabía algo de su amigo Félix García Vadillo.

Todos, y cada uno de los amigos, que estuvieron en la reunión, habían recibido, en sus respectivas casas, una cajita con una docenita de Corazones de Obispo, riquísimos dulces del convento de Santa Clara de Zafra y, junto con la cajita, una enigmática notita en la que ponía; “Dame el aguinaldo carita de rosa”… Esta circunstancia animó a Juan Pedro a ir al Coño pero, en el lugar donde recordaba que se encontraba la Venta, no había nada más que una especie de granja. Se acercó a un hombre, que decía llamarse José, que estaba echando de comer a las gallinas, con sus manos y uñas negras, y le preguntó por su amigo y por la Venta El Coño. Al acercarse al granjero, un columpio, solitario y herrumbroso, parecido al que él juraría haber visto en la Venta, comenzó a balancearse, sin ton ni son, sin que nadie lo empujara… El tal José, con una media sonrisa, le aseguró que allí nunca había habido una Venta, que no sabía nada de sardinas y que no conocía a su amigo… ¿Mentía?...


La Encorujá puede que no exista, o quizás sí, vaya usted a saber… Pero siguen desapareciendo niños…



FIN


MORALEJA


Que queréis que os diga… Solamente una cosita; si tenéis niños pequeños, comprobad las lucecitas de todos los electrodomésticos, radios, ordenadores, modems, etc, etc. de vuestra casa. De noche, a lo mejor, no todo son lucecitas o leds… La Encorujá… ¿Sabéis?...



Autor. Juan Ignacio Murillo (Higinio)




CUENTO 7


PINOCCHIO



PINOCCHIO IN VERSO


Cuento en verso o poesía…


De estos versos rimados al itálico modo

no espero indulgencias, ni compasiones,

ni en sus partes, ni en su todo,

espero que os guste el cuento y no me toquéis los…


Espera un momento primo,

que la cerveza derramose,

voy a ir pasando el mocho

que si mi esposa llega a las ocho

esto será el acabose

y no barrunto con que sartenazo rimo.


- Es fácil… ¿Te das cuenta, Gustavo Adolfo?...

- ¡Tanta tontería con las rimas!...


Menester es el sosiego al pretender hilar fino.

Difícil industria la talla de delicado carpaccio

porque, si en verdad amáis el arte florentino,

las cosas deben ir como en palacio

y las urgencias nos han de incumbir un pepino.


En la Italia de la pasta y los pestos,

más aún en la simpar Toscana,

henchida de flores en barrocos tiestos,

ornando balcones y ventanas,

tener una carpintería y ebanistería,

a pesar de ser el de San José oficio cristiano,

era grande ruina, y singular guarrería

y me la vais a coger con la mano…


Patria de Miguel Angelo, Boticceli y Leonardo,

donde al tomate denominan pomodoro

de un modesto carpintero fuere triste pesadilla,

el comparar rosa con cardo,

organillo con pianola,

bacinilla con inodoro,

piojo con ladilla,

o Tranchetes con Gorgonzola.


Harto de formones, clavos y madera,

el carpintero Gepetto, anciano para más señas ,

reparando una artesa panadera,

sentíase muy triste y solo,

y atusábase las nobles greñas

mientras hacía pucheritos y se tocaba el bolo.


Entre sollozos de incomprensión

escobó serrines y virutas,

echó pronto la persiana

y, sin llamar la atención,

se fue a una casa de putas

saludable, sostenible y vegana.


¡Pobre de mí! ¡Ay infeliz!...

Voy a hacer una marioneta,

que se asemeje a un bambino,

al que llamaré Pinocho

y mientras frío unas croquetas

le pondré ojos de perdiz,

la nariz le haré de pino

y las orejas de corcho.


¿Y una muñeca hinchable?

Preguntó una prostituta,

fingiendo ser amable,

a la que Gepetto le importaba un comino

por más que fuere, el buen cliente de las virutas,

gran artesano y mejor vecino.


¡Qué real parecía el muñeco con sus tornillos¡

y al manejar una cruz de cordelitos,

se movía Pinocho desgarbado

luciendo andares de chiquillo,

aún siendo de palo bien torneado.


Danzas de vivo realizaban sus coyunturas

¡Qué guapo era su nieto!

pero el ruido de bisagras y el claqué de sus zapatos,

que deleitaban mucho a Gepetto,

traía el miedo a las criaturas

y erizaba el pelo a los gatos…


Investido Pinocho con calzón peto de fontanero

chichonera verde con lacito colorado,

lo llevó a Gigi el peluquero,

entendido en Lambrusco y jubilado,

que tomó al carpintero por majara

a pesar de que Gepetto le jurara

que su nieto de madera había hablado.


“En la calle de Canales se me cayó mi sombrero. ¡Quién se lo vino a encontrá...! El Rojo el Alpargatero, y no me lo quiere dá."


Gepetto pasaba el día en vana plática con Pinocho,

que avenía en muda y sorda marioneta,

y, aunque sabía que no le escuchaba,

en su alma de serrín el anhelo albergaba,

de que a un toque de corneta,

respondería el muy troncho.


Pero nada de nada en el huerto

no se cumplían sus expectativas

porque Pinocho no hablaba

y, pese a muchas rogativas,

era muñeco bien muerto

y su esperanza nublaba.


¡Santa Madonna que Pinocho hable!

Que esta soledad no aguanto,

piaba lastimoso el carpintero.

Por favor échame un cable

demandaba, envuelto en llanto,

al borde del desespero.


La llantina de Gepetto por encontrarse solito,

llegó a oídos de una hada madrina,

que gozaba en un chiringuito,

endosándose una de chocos,

otra de pescaito frito,

y ensalada de pimientos y conchas finas,

envuelta en tarantelas con decibelios de locos.


Los suspiros son aire y van al aire. Las lágrimas son agua y van al mar. Dime, mujer, cuando el amor se olvida, ¿sabes tú adónde va?


El hada, por la pena conmovida,

aunque siempre le salieran rana,

puso en marcha un encantamiento

como le enseñó su prima hermana

que era una pantaruja

y Pinocho cobró vida

en menos que se fríe un pimiento

al mandato de la bruja.


Advirtió a Gepetto muy seria

que Pinocho, a pesar de hablar y moverse,

seguiría siendo marioneta,

pero no muñeco de feria

y si a ella, por mentiroso, llegaban quejas

no volvería a conmoverse

y a Pinocho le crecerían las orejas.


Hallábase Gepetto feliz y contento

seguiría siendo pobre pero con compañía

el abrigo empeñaría, para comprar libros de Ciencias,

porque invierno sería en cualquier momento

Pinocho a la escuela en breve iría

y el hada le puso un grillo como mentor y conciencia.


Pepito se llamaba el cebollero grillo

que vigilaría la honradez de Pinocho

a la escuela le acompañaría a las ocho

y si, a pesar de sus consejos, se torcía el chiquillo

con el cuento iría a la hada añeja

y Pinocho luciría grandes orejas.


El primer día de escuela, Pinocho, iba nervioso,

Pepito marchaba a su lado con diligencia

pero el muñeco brillaba en mentiroso,

se encantaba con gilipolladas

ir a la escuela no le apetecía nada

y al grillo le agotaba la paciencia.


El alumno que no tenía intención de ir a la escuela

paró en las marionetas de la feria

y se puso a departir con un titiritero,

al que no quedaban escarpines con suelas,

que vio en el muñeco cosa seria

y podía ganar mucho dinero.


Pinocho empeñóse en seguir con los feriantes,

a pesar de las advertencias de Pepito,

que le prometieron algo de dinerito como chollo

para que actuara con sus títeres por las fiestas.

Así que para evitar arrepentimientos, los mangantes,

le durmieron con cloroformo a la hora de la siesta,

cuando más pican los pollos,

en pleno mes de Agosto calentito.


Despertó y al verse enjaulado Pinocho,

dentro del carro de las marionetas,

comenzó a llorar desesperado

al descubrir el engaño del tocomocho

porque quería para Gepetto el dinero

y, a pesar de Pepito grillo, había enseñado el plumero.


Mintió el bambino con lo de ir a la escuela

y le cayó la maldición de la vieja.

Aunque Pepito lo liberó de su prisión

dio parte por mentiroso, que era su obligación,

el hada se cagó en sus muelas

y a Pinocho le crecieron mucho las orejas.


Después salieron pitando,

como puta por rastrojo,

cholaron de la bolsa el prometido dinero,

fueron en busca del carpintero

que esperaba en casa llorando

sin haber pegado ojo.


Pero el incurable Pinocho volvió a mentir por el camino

y en vez de ir a la carpintería, como dijo,

se enredó con unos labradores muy rateros

que al percatarse de lo ingenuo del bambino

que, desoyendo a Pepito, les enseñó todos sus dineros

pensaron en robarle hasta el pijo .


Mira niño, dijeron los labradores,

aquella encina gorda y potente,

madre de los ahorradores,

porque si bajo ella hacemos un agujero estanco,

y enterramos los dineros que tienes,

mañana, que son los Santos Inocentes,

se multiplicaran por diez tus bienes

como la golfería de cualquier banco.


Pepito Grillo dijo. ¡Una mierda!

porque es timo de Leblanc, Fernán Gómez y Ozores

y, aunque me cause dolores,

nos darán colonoscopia otra vez.

Deja, por favor, que el dinero se pierda

porque nos importa un chumino

aunque nos quede la cara de pez

y el culo como el de un babuino.


Por la mañana, a las ocho,

abrieron el prometedor agujero

y el saldo cantaba números rojos.

Así que sin despertar a los labradores hartos de vino

huyeron Pepito y Pinocho,

porque la vida era lo primero,

se sacudieron pulgas y piojos

y perdieron el dinero por cretinos.


Así que otra vez invocaron al hada

que siendo pija de remate

se encontraba en un spa descansando,

mojada en jaboncito y agua salada,

aguantando con el chocho los embates,

aunque fuera resbalando,

porque un enorme negro de Barbate

con cremita la iba untando.

Pinocho la había cagado por cazurro

cretino, mentiroso y sin dinero

estaba en casa de Gepetto, solo en su habitación,

echando orejas y cuerpo de burro

porque, por mucho arrepentimiento sincero,

volvióse a aplicar del hada la maldición.


Gepetto que andaba desesperado,

pidió al hada un último favor

que quitara a Pinocho la maldición,

que estaba escarmentado,

que no habría más sacrilegios

y que él mismo, con mucho amor,

lo llevaría al colegio

y enseñaría al muñeco la lección.


La cosa era muy fuerte y preocupante

y era urgente porque había más burro que marioneta,

mas orejas que cabeza y más pelo que peineta.

No lo podían llevar al colegio porque los roces en coces acababan,

porque no había para desodorantes,

y ni para trigo ni cebada las cosas estaban,

sus amiguitos rebuznaban a su paso

y al ser mascota de idiotas en traspaso

al mear, a destajo, la alcantarillas reventaban .

Si fuera posible querida hada de los bombones

no me lo deje en muñeco parlante

porque desde que volvió a casa, el muy cabrón,

no para de hablar en ninguna ocasión

y me tiene hasta los cojones

con su conversación machacante.


Porque aunque el aspecto de burro se apacigüe

servirá solo para político o ladrón

y, aunque sean la misma condición,

ojito con lo que he dicho,

que cuando me pongo no ofrezco mesura,

déjeme que me santigüe

antes de que me ostien a capricho

los imbéciles de la democrática censura.


El hada escuchó los ruegos de Gepetto

y convirtió a Pinocho en niño de carne, hueso y moco

pero le dijo que dejaría a medias la maldición

porque, si vuelve a las trolas, es que a ti te meto

y a él le irá creciendo la nariz, poco a poco,

hasta que se le ponga como un salchichón.


Así que todos contentos y felices

que linda es la familia unida

Pinocho no mintió más en su vida

y todos juntos en la casa

agotaron las perdices,

las patatas y el corderito a la brasa.


Y colorín colorado

ya se zanjó aquesta empresa

porque aqueste cuento ha finado,

y como los versos quedaron finolis

me prepararé unos raviolis

con salsita boloñesa.




FIN




Pues no, este no es el verdadero final,

porque al escarbar en la memoria,

y comparar lo hallado

con el cuento original,

no parecerá la misma historia

sino el cambiazo de comisario mal ilustrado.


La cosa fue que la marioneta de Gepetto,

hecha con madera verde de pino,

le salió como el culo

y, aunque Pirulo se rascara con disimulo,

le prendieron ramas en el careto

y la nariz quedó para otorrino.


Volvióse gamberro, mentiroso y chulo

una vez que el hada la vida le otorgó

con las personas no tenía el mínimo respeto,

mandaba a todo el mundo a tomar por culo,

traía a mal traer a Pepito y a Gepetto,

y el hada, deprimida, como Ofelia, se ahogó.


El muñeco parlanchín ya no molaba

no dejaba de dar la tabarra

porque cosas de rap rimado cantaba

como un adolescente con su guitarra.


Gepetto rogó al hada, antes de que se ahogara;

querida hada chalada, se me agotó la paciencia,

y antes de que te nombren alcaldesa

te digo con la cosa tiesa

que este muñeco es que ni para ni calla

me estoy volviendo majara

así que lo llevaré a Valencia

y lo quemaré en una falla.


Después de una paella valenciana,

y de un partido en Mestalla,

se acercó a una gran falla,

puso a Pinocho junto al ninot de Zaplana,

disfrutó cuando el muñeco ardía,

sus alaridos terribles se la pelaban,

y a carcajadas se partía

mientras las falleras mayores cantaban.


Muerta como Ofelia el hada madrina

incinerado el muñeco majara,

y Pepito hecho fosfatina,

Gepetto que parecía incansable

se preparó una carbonara,

hizo caso a las vecinas

y pidió por Amazon una muñeca hinchable.


Y ahora sí, so mamones,

colorín, colorado,

este cuento se ha acabado

y no me toquéis los…

El más fuerte tiene suerte

Fina parece una sardina

Sonia huele a colonia

Gonzalo es un niño malo

Y como diría Gloria Fuertes

Bruno es oportuno

Marta me tiene harta

Ignacio camina despacio

Y Alejandra lleva escafandra.




Autor. Juan Ignacio Murillo (Higinio)

 
 
 

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